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Rincón de Ancha de
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Esta entrada va dedicada a mis compañeros, a mis amigos y por supuesto que también a mis enemigos. A todos los tendré presentes en unas y otras oraciones. (Recuerdos de cuando en 2011 empezó a verse claro que las cajas de ahorros y el mundo de uno desaparecían)
En este verano tremendo en el que de armisticio en armisticio tantas cosas están desapareciendo, en el que casi todas están cambiando y en el que el resto va por el mismo camino. Cuando la ansiedad ante lo porvenir crece conforme los días se hacen mas cortos, traigo la pintura de esté rincón nocturno de mi antigua casa de la calle Ancha de la Virgen. La luz de la estampa es una lámpara verde con pie dorado, el humo del cigarro es azul y los reflejos de la bombilla sacan chispas del teclado, del ratón y del cristal del monitor.
Me mudé a esa casa en 1997. Era un edificio viejo, completamente reformado, al que se entraba por un patio con fuente, columnas de piedra y zapatas de madera. Una casa con seis ventanales grandes, de tamaño antiguo. Desde ellos se veía un paisaje urbano de tejados viejos, de viejos tendidos eléctricos abandonados, de viejos canalones donde criaban las palomas, de viejos miradores donde los gatos esperaban todas las mañanas al sol, de viejos comercios en liquidación, de viejos plátanos de sombra gigantes que desde el Campillo se levantaban por encima de las casas y del torreón de Bibataubín.
En ese barrio viejo, céntrico y humilde, todo estaba cambiando. En las casas antiguas los inmigrantes pobres ocupaban los pisos de los viejos pobres que morían, o que se iban, o que los echaban. En las casas nuevas se asentaban nuevos vecinos, en general modernos y poco pobres (salvo los estudiantes, siempre caninos desde que los inventaron). El barrio de toda la vida mudaba a uno nuevo en el que no solo habían cambiado los acentos, también las lenguas. Lenguas ricas de jóvenes viajeros ávidos de la cultura del lugar, de sus fiestas y de sus refrescos. Lenguas pobres amontonadas en las casas más dejadas y que tenían, tienen, la exclusiva pretensión de comer. Cada día el barrio era menos lo que fue y era más lo que estaba empezando a ser: una cosa distinta.
Llegué allí cuando el cambio estaba empezando. Me fui cuando ya era evidente. Y durante esos años yo cambiaba y me movía a la vez que el barrio. Cosas chicas y grandes me pasaron que etiqueté como buenas o malas, alguna incluso como tremenda. Por cada cosa sucedida había un movimiento asociado, un cambio. Y no había relación directa ni necesaria entre la calidad de la cosa y la del cambio. Una mala cosa podía provocar un cambio bueno y viceversa. Esta no correlación de calidades en la causa y el efecto se ve clara con el tiempo. Pero de inmediato y como el presente tiene un brillo cegador que nos deslumbra, no vemos nada y nada comprendemos y creemos que de una cosa mala sólo viene otra peor.
Viene todo esto a cuento porque en estos tiempos de mudanzas, apariciones y desapariciones, ando por ahí haciendo de asesor de templanzas y fortalecedor de espíritus, ando predicando las bondades del cambio y de cómo es posible aprovecharlo para conseguir un bien de un mal: hacer del vicio virtud. Voy por ahí contando que los cambios son como las olas de las playas, que si estás atento y saltas cuando llegan son divertidas pero que si las ignoras te revuelcan de mala manera.
De sobra se que esto así dicho tiene mucho exagerado y absurdo, que hay cambios de los que difícilmente se puede sacar algo bueno. P. Ej., si a uno le meten una bala en la cabeza se produce un cambio del que pueden sacar algo bueno los herederos, el sicario, el tratante de armas que vendió la suya al sicario y el banco suizo donde el tratante de pistolas guardó sus dineros. Pero de mala manera el muerto podría ver algo positivo del cambio que provoca ese disparo, salvo que muriera por no morir.
De manera que, efectivamente, hay algo de exagerado. Pero también hay mucho de verdad. Y lo cuento con tanto entusiasmo que resulta creíble y es una creencia que poco daño puede hacer a nadie y que a alguien sí le puede servir para nadar en medio de las tribulaciones de estos tiempos tan recios.
Recuerdo con cariño aquella casa de la calle Ancha de la Virgen por los cambios que en ella viví. Recuerdo quien era yo y como era cuando llegué y también lo recuerdo para cuando me fui. Sabía que el mundo siempre cambia y que con esos cambio llegan las olas gordas y hay saber verlas para saltarlas. A mi no me fue mal: me casé, deje de fumar, me compré unas botas de montaña, me aficioné al blanco de Valdeorras y al de Rueda, etc. Recuerdo con cariño aquella casa de techos altos a la que se entraba por un patio con fuente, columnas de piedra y zapatas de madera. Recuerdo aquellos balcones desde los que se veían tejas y tejados, cables arracimados de mala manera en paredes descuidadas, gatos peleones andando de teja en teja, viejas regando los geranios, modernos atronando al vecindario con su música de modernos, andinos y subsaharianos con su mercancía al hombro escondiéndose por las esquinas de los municipales que batían la Carrera , beatas volviendo de misa, algún turista despistado...
Recuerdo con cariño aquellos balcones en los que muchas noches terminaba mi día fumando, apoyado en la baranda mientras pensaba en mis propios asuntos, mientras miraba sin ver las gotas de lluvia en los charcos donde se reflejaban las farolas.
Recuerdo bien que las mañanas claras de buen tiempo, por las ventanas llegaban hasta mi rincón, el que pinto en el cuadro, los ruidos de un mundo que nunca se para y siempre cambia. Ruidos ahogados de cuando en cuando por los maullidos de gatos indigentes peleándose en algún tejado abandonado.