martes, 5 de febrero de 2013

Antenas y repetidores

Jardín de Quesada una tarde de diciembre. Digital. 65 x 50 cm.2013 y 2015


Repetidores y antenas en la siesta de una tarde de diciembre en el Jardín de Quesada. El cerro de la Magdalena está tan encima del pueblo y el sol del invierno es tan raso que, un par de horas antes de lo que es norma, desaparece prematuramente, detrás del perfil casi vertical del horizonte. Antes de tiempo, cuando todavía en algún bar se escuchan gritos destemplados y se ven gestos exagerados, teatralizados por los vapores del alcohol. Este ocaso a destiempo deja, abajo, penumbras frías y húmedas con olor a lumbre  y arriba, cielos blancos,  planos y pálidos.

Empiezan pronto y son largas las noches de diciembre. Se rinde pronto el sol y los rincones escondidos crían barrillo de escarcha, una marea de hielo que cada tarde-noche las ruedas de los coches reparten por las calles. Tiene prisa el sol por largarse pero como vuela tan bajo, antes de escapar dispara  algunos rayos que bajan las cuestas arrastrándose las cuestas abajo. Paralelos a las pendientes consiguen entrar por las ventanas, deslumbrar a los que duermen la siesta en la mesa camilla. Rayos que encienden algunas hojas de los olmos. Algunas de las pocas y mortecinas que aguantan. Los restos  del otoño que hace poco fue. 

Es la dialéctica de las luces y las sombras en las tardes de diciembre. Un eclipse solar sin luna. Volutas, a veces luminosas y a veces escondidas en el gris y el azul,  salen de las chimeneas y de los cigarros de los que fuman en la puerta del bar. Refulgen las antenas y los perfiles de metal. El sol que se va hiere con bajonazos de luz la barriga umbría del Jardín.

Repetidores y antenas










Es tan alto el perfil de nuestro horizonte, tan encima se asoma, que cuando buscaron lugar para el repetidor de televisión lo colgaron allí. Durante un larguísimo principio sólo estaba el repetidor de la televisión que había: un poste débil y desvalido, el más débil relámpago de la menor tormenta era bastante para asustarlo y dejarlo sin habla. Hoy no hay uno, hay un bosque de palos de hierro que gobiernan toda clase de aparatos de distintos materiales y funciones. Nunca se apagan, bien porque son más fuertes o bien porque los relámpagos, ahora, son más débiles. Y como el macho y la hembra de un enchufe, los tejados y los aleros están salpicados de antenas y receptores, bosques electrónicos que jamás  salen en las fotos, ni en los videos, ni en las pinturas ni en las demás representaciones ideales de realidades imaginadas, realidades maquilladas. Entonces, en aquel larguísimo principio antiguo, eran formas cuadradas y pinchosas de alambre, abiertas de brazos para alcanzar las palabras y los grises que lanzaba el repetidor único. Hoy son de formas compactas, más pequeñas, sin pinchos ni puntas, de puntas y bordes plastificados. Tampoco salen en postales ni estampas y viven desterradas de los recuerdos, más o menos sinceros, de acariciados pasados…
Antenas


Como de sobra es sabido, el cementerio está en el centro del semicírculo que, desde todo lo alto del horizonte rocoso, se despeña cerro abajo. Tiene mucho de solemne y de dramático este rincón.  Es de imaginar que hay un fuerte eco pero sólo e imaginar porque nadie grita allí y es difícil comprobarlo. Es un espacio donde ni los grajos alborotan, donde no alcanzan las voces que aquí, en este mundo, salen del bar.

(Silencio frío y azul bajo el cielo blanco de diciembre. Brillos amarillos eléctricos en las ramas y en las hojas de los árboles, neones naturales sobre el fondo verde y negro de las sombras.)

Estando los repetidores emitiendo desde el cementerio y estando las  antenas y receptores recibiendo aquí abajo, encima de nuestros tejados, podría ser apropiado y venir a pelo imaginar  mensajes del más allá, conversaciones sobrenaturales, presencias, cosas de esas… Pero parece quizás demasiado obvio. Quizás demasiado fácil incluso para la escorrentía de palabras tormentosas en la larga tarde del bar.

(En verano el perfil del Cerro poca o ninguna sombra aporta aunque de nada valdrían pues el fuego vertical rebota en el suelo salpicando hasta los rincones más abrigados. Caen llamas perfectamente perpendiculares al suelo ajenas a las brisas inexistentes. No se mueve una hoja. En verano el sol se va cuando quiere, sin humos ni verdines, jaleado por los chillidos de vencejos, golondrinas y aviones.)

Es verdad, es demasiado obvio, resobado lugar común, eso de las conversaciones exotéricas de antenas y repetidores. Entiendo que merezca chanzas y chirigotas. Comprendo que, al oírlas,  las gotas de risa salpiquen de reflejos chillones vasos y platos en las largas tardes del bar.  Me hago cargo. Pero lo cierto es que cada día más gente sube y cada día menos nos queda.

(En verano el sol se va cuando quiere pero hoy es diciembre y los gorriones se agarran con fuerza a las ramas ateridas. Vuela un  vaho helado que riza los charcos. En el bar han encendido las luces. Gritos y voces destempladas. El vapor de los últimos alcoholes se junta con el vientecillo helado que rebosa por las esquinas y que cuaja en un barrillo oscuro con olor a jamila. No hay sol y el cielo es de nieve)
Tardes blancas

hojas encendidas
Postrero esplendor solar



Siestas de mesa camilla





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