viernes, 17 de junio de 2011

Puerto Banús sin barcos





Puerto Banús sin barcos. Acrílico y óleo sobre lienzo. 65x50.2011



Tarde de enero
La playa cuando está en todo lo suyo es en invierno. Me gusta pasear por la orilla sin sudar, con buena temperatura, sin gente o con poca y la poca tranquila. Me gusta de la playa el mantra sin fin del mar yendo y viniendo, las olas que golpean, se retiran y vuelven a golpear la arena. La playa en invierno es como la lumbre de una chimenea, que captura la atención sin necesidad de hacer nada,  sin que ocurra nada más que el pasar  del tiempo y el baile de las llamas, nada más que algún crujido de la madera ardiendo, que alguna chispa subiendo  inopinadamente como una estrella fugaz vertical.  Delante de las lumbres y delante de los mares los cuerpos pasan en su sopor a un segundo plano y dejan que la imaginación y el pensamiento se liberen y trabajen. Y no son necesariamente trabajos y pensamientos productivos. Suelen ser imaginaciones y pensamientos efímeros, como la chispa, como la espuma de una ola rota en la arena.


Lobo y Luci corriendo
por la escollera
Con la playa llena de gente revolcándose en la arena, con el calor y con el sol de fuego, con los niños del prójimo jugando a la pelota, son complicados los misticismos.  Los colores y las luces en verano simplemente no existen, sólo hay cielos y mares blanquecinos y luces cegadoras que acaban con cualquier detalle, con cualquier matiz. Pero en invierno sí. En invierno me gusta dar un paseo hasta la playa al caer la tarde. La tranquilidad es casi absoluta, salvo que a Lobo le de por perseguir gaviotas, palomas o cualquier pájaro que se haya atrevido a provocarlo poniendo  pata en tierra delante de él. 



Faro del espigón
La playa de la que hablo aquí no es  el arquetipo  de playa idílica, que tampoco haría falta, aunque no deja de tener sus cosas. Tiene luces y contraluces en la puesta de sol, tiene la silueta de Gibraltar, a gente pescando con las cañas puestas de pie en las piedras de la escollera. Tiene un par de faros y algún barco lejos en el horizonte que podemos imaginar de pesca que trajera ricos boquerones y puntillitas hasta algún chiringuito imaginario, donde lo esperaríamos con una caña bien tirada, con su espuma y con todo lo que tiene que tener una caña. Así, abstraídos en estos pensamientos y ensoñaciones dejamos la ostentación y los excesos aparatosos propios del lugar, guardados a buen recaudo, al otro lado de los edificios, detrás de las ventanas iluminadas con brillos dorados. Brillos que son reflejos del sol agonizante,  que a su vez se reflejan en el agua y forman un puzzle temblón de espejos luminosos. Espejos temblones que nadan sobre un fondo azul  que a estas horas ha viajado casi hasta el negro.  A esta s horas apenas queda nadie, sólo la oscuridad que avanza como niebla desde el mar y el agua que golpea la arena, que retrocede,  se recupera y vuelve a golpear. El cielo cubre la tarde con colores calientes y pelusas de nubes rojizas que el viento sostiene en el aire como si fueran colas de cometas.
 

De uno de aquellos atardeceres es la vista de hoy. Cuando terminé de pintarla, en mi terraza aunque sin puntillitas ni boquerones, me tomé una cerveza. Quizás fuera alguna mas de una.      

Reflejos de sol
Detalle del sol

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