Atardecer desde el tren. Óleo sobre lienzo. 61x50. 2002
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Los viajes en tren Madrid-Granada tenían el
inconveniente de la duración, más de seis horas, pero también tenían sus cosas
buenas. Como el poder levantarse, estirar las piernas, tomar un café y fumar un
ducados tras otro. Ya lo he contado antes. Mientras viajaba, corría por las ventanillas el paisaje y las ruedas metálicas golpeaban rítmicamente sobre
los raíles. Poco antes de llegar a Linares-Baeza me levantaba para hacer un descanso un tomar algo. En Linares-Baeza cambiaban la locomotora eléctrica por otra de gasoil, más
apropiada a la montaraz vía de la parte final del trayecto.
El TALGO en Larva desde la alberca de lacra |
Según la época del año cambiaba la luz de la tarde. En cada viaje anochecía en un sitio distinto. Los días de invierno
apenas pasado Aranjuez. Los días de verano cerca de Larva, entre los
espartizales y los pinares extraviados en barrancos resecos, desnudos,
salpicados de sal. Me atraía el tren y sin necesidad de ir yo dentro. Muchas tardes, en el cortijo de Lacra,
con calor y avispas, subía a la alberca
vieja para verlo pasar a lo lejos, al otro lado del Guadiana Menor. La cámara
digital de la que disponía por aquel entonces no tenía teleobjetivo y por eso
una vez se me ocurrió sustituirlo por el siguiente método chapucero: coloqué los
prismáticos de mi padre delante del objetivo aguantándolos con una mano mientras con la otra
sujetaba la cámara y disparaba. Salió alguna foto de milagro, mala y borrosa y con unos inoportunos cables de tendido eléctrico por medio. Pero aunque mala tiene la
luz y el color de esas tardes de verano perdiéndose el sol tras Sierra Mágina. Y además conseguí que el TALGO se viera, o intuyera, como una raya brillante, fugaz estrella de la tarde de agosto.
Una raya renqueante que se arrastraba por
las cuestas retorciéndose en las
curvas de la vieja y bastante abandonada vía.
El campo, la cafetería y yo. |
Fuera de los extremos de invierno y verano, lo
normal era que el café en la cafetería del tren entre Madrid y Granada coincidiera con el atardecer. De pie, me apoyaba en la barra auxiliar pegada a la
ventana, fumaba, removía el café y miraba abstraído como el campo manchego,
cerca ya de Sierra Morena, pasaba veloz y corría en dirección contraria. Moría el sol y las sombras se alargaban subrayando con un
trazo largo los pocos árboles, olivos y encinas, del paisaje. Los montes se diluían en
el horizonte. Si era otoño las hojas de las viñas formaban un bosque infinito y bajo que se deshacía en
rojos y dorados. Si era en primavera, los trigos ya adultos pero aún brillantes y húmedos, se alternaban con viñas recién
brotadas, salpicadas de verdes recién
paridos.
Intenté algunas veces fotografiar estas cosas de
las que hablo pero los reflejos del cristal impedían el empeño. Alguna foto de
las que hice quedó graciosa, como aquella
de los prismáticos, pues al mismo tiempo que el reflejo la arruinaba me
acreditaba como su autor en una especie de autorretrato involuntario.
De estas tardes de tren regresando a
Granada, de su recuerdo durante el resto
de la semana, surgió la idea que traigo hoy. Como ya era normal en aquella época, la trabajé primero con Paint y luego la estudié y probé hasta conseguir la versión que finalmente llevé al lienzo. Creo que no quedó mal.
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